Richi y Eli, en la cabaña guardan las provisiones. Por la tarde, realizan una visita a la Cárcel del Fin del Mundo. Richi conocía de su existencia por sus estudios jurídicos, ahora puede recorrerla en persona. Al entrar, despierta en él un recuerdo de sus días en el archivo del diario Los Andes. En una ocasión, un abogado había solicitado el tomo 126, un volumen antiguo y desgastado por el tiempo, que contenía crónicas sobre Cayetano Santos Godino, el infame “Petiso Orejudo”. Richi recuerda cómo el doctor Roberto, su profesor de Derecho Penal, había estudiado la vida de este personaje. Con sus gruesos lentes de lectura, hojeaba las páginas amarillentas de aquellos diarios centenarios con sus muñones de dedos amputados por habérsele congelado en sus tiempos de andinista. Le relataba a Richi con pasión la vida del Petiso Orejudo. El profesor mencionaba a Lombroso, el criminólogo que postuló teorías sobre las características físicas de los delincuentes: cráneos achatados, dedos largos, baja estatura. Y Cayetano, en su figura y acciones, parecía encarnar estas ideas. El profesor contaba cómo Cayetano, afectado por una niñez carente de amor, reaccionaba con celos violentos cuando veía a madres mostrando afecto a sus hijos. Este dolor se transformaba en actos terribles, como aquel día en que apuñaló a un niño tras irrumpir por la ventana de una casa. Las crónicas del archivo narraban cómo el crimen fue presenciado por el tío del niño, quien lo denunció. El Petiso fue condenado a cadena perpetua por una serie de crímenes horrendos. Como muchos otros reclusos peligrosos de la época y fue enviado a la cárcel de Tierra del Fuego. En las gélidas celdas de la penitenciaría, los presos encontraban consuelo en una pequeña mascota: un gato llamado Palito. Este animal, con su dulce ronroneo, se convirtió en el centro de atención y afecto de los internos. Pero Cayetano, atormentado por sus propios demonios, rompió ese frágil lazo de humanidad al descuartizar al gato con un cuchillo. El acto desató la furia de los prisioneros. Dentro del penal, existía un código inviolable: lo que era de todos debía ser respetado. La muerte de Palito llevó a la formación de un tribunal improvisado. Los presos más dolidos, liderados por el Tuerto Pérez y el Gaviota González, actuaron como jurado. En un juicio breve pero emocional, escucharon los alegatos del fiscal Cholo, quien terminó con lágrimas en los ojos, y del defensor Pelecho, conocido por su historial criminal. La sentencia fue unánime: justicia por mano propia. Cayetano Santos Godino, el Petiso Orejudo, fue linchado por sus compañeros de celda, cumpliendo así su destino en el infierno de la cárcel más austral del mundo. Mientras Natacha, la guía del penal, relata la historia a los visitantes, menciona que los niños fueguinos de su época eran asustados con el mito del Petiso Orejudo. “Si no se portaban bien, Cayetano vendría por ellos”, solían decir los adultos. Los estrechos pasillos y celdas vacías del penal, que alguna vez albergaron a los criminales más peligrosos de la Argentina, conservan un aura de terror. Richi reflexiona sobre cómo este lugar, despoblado hace décadas por sus condiciones inhumanas, fue un verdadero infierno en su apogeo. La historia de Cayetano Santos Godino queda como una lección sombría en la jurisprudencia argentina, un recordatorio de los extremos de la maldad y la violencia en un rincón olvidado del mundo.