Mi mundo en la farola – del libro «Aquellos días felices»

En las oscuras calles de tierra de San Francisco, en solitarias noches, pasa el carro regador con el tractor, largando un chorro de agua. En la esquina, las patronas están con su balde junto al grifo de agua. La tormenta quemó la lámpara incandescente del alumbrado de la esquina, por lo que Richi sale en bicicleta para avisarle a Don Luis que lo cambie. Los vientos de noviembre sacuden el farol de un lado a otro, mientras las mariposas dan vueltas. Sus rayos de luz marcan el suelo en un círculo que da vida. Los niños andan en bicicletas y empujan carritos de madera. Juegan con figuritas y bolitas.

Ese mundo de luz tiene vida propia. Con imaginación, se ven detalles de la jugada. Al anochecer, los niños salen en masa. Cuando pasa un auto, corren a la orilla para evitar la polvareda. El límite de la cancha es el rayo del farol. Los viejos postes de palmeras, torcidos por los años, sostienen los plafones verdes de chapa enlosada que cuelgan de ellos y marcan el paso de los atardeceres de San Pancho. El aislante de porcelana sostiene el alambre por donde pasa la corriente.

Con el paso de los años, se hacen pozos en las calles y se colocan pilares de cemento en lugar de palos de palmera. Richi escucha el bullicio del motor de la usina desde su casa. El nuevo plafón emite un ronroneo. La luz violeta arranca y luego se llena con luz blanca de mercurio. Los niños ya no tienen su lugar. Las nuevas luces son más blancas, pero ya no hay juegos.

El escenario de los niños, iluminado por la luz incandescente, desapareció. Se terminaron las jugadas de bolitas acompañadas por el giro de las mariposas y los carritos en las noches de cuentos. El armado del pucho con papel ombú y tabaco mariposa ya no son iguales. Se terminó aquel romántico atardecer del pueblo donde cada uno hacía su aporte.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio