Coche de alquiler – del libro «Aquellos días felices»

En el pueblo de San Francisco tener un taxi era una fantasía. Las calles estaban llenas de autos, motos, caballos y bicicletas y no había taxis disponibles. Un día de otoño, Patón convirtió su auto con llantas de radios en un coche de alquiler. El cartel con letras desprolijas y esmalte chorreando decía: «Coche de Alquiler».

El coche tenía la rueda de auxilio atada al guardabarros junto al conductor y una parrilla negra de hierro en el techo con óxido. Era un auto inglés de la Segunda Guerra Mundial, con el volante a la derecha. La pintura negra estaba cuarteada y tenía algunos arreglos hechos a pincel, resaltando los parches. Patón le agregó unos vivos blancos desprolijos con el pincel. Las cubiertas estaban bien negras, con los laterales blancos recién pintados.

Patón esperaba en su coche la llegada del colectivo en la plaza. Estaba apoyado en la ventanilla con el brazo y silbaba para llamar la atención de los pasajeros despistados. El cartel blanco era visible. Acordaba el precio con el pasajero y luego subía al coche. Giraba la manija debajo del radiador para arrancar el motor. Si no funcionaba a la primera, insistía hasta que encendía.

Las puertas delanteras se abrían de adelante para atrás. Los días de lluvia, Patón tenía asegurado el viaje de algún maestro. Mientras conducía, saludaba con bocinazos al lechero con su burrito, al cartero Lucho en su bicicleta repartiendo cartas y a otros conocidos que encontraba en su camino. A veces llevaba a un pasajero al almacén para hacer algunas compras. El coche de alquiler pasaba por las esquinas con bocinazos estridentes, generando comentarios sobre quién sería el pasajero.

Cuando Doña Macacha del Tala llegaba tarde al colectivo con sus paquetes, siempre encontraba el coche de alquiler en lugares estratégicos. Patón hacía piruetas tras la tierra que dejaba el colectivo por el camino. Con astucia y adrenalina, lograba superar la nube de polvo y señalaba al chofer con la bocina y las manos para que se detuviera. Si tenía un pasajero, paraba para subirlo. La tarifa era unos centavos más cara que el colectivo, pero incluía el costo del combustible. Las hábiles maniobras por el terreno irregular para alcanzar el colectivo eran el valor agregado del servicio.

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