Aventuras en mi caballo de fierro

Aventuras en mi caballo de fierro, Cuentos e Historias

Las cuatro fuerzas. – del libro «Aventuras en mi caballo de fierro»

A los 50 años me saqué la corbata entre medio de expedientes, compré una moto y casi sin saber conducirla con mi compañera nos pusimos los cascos y nos echamos a volar. Acá están los relatos de tres grandes viajes en motocicletas, días de lluvias, de frio, de calor y de viento que le pusimos el pecho. En una moto fuimos al Perú pasando por Bolivia 6.738 Km. En la segunda salida al sur a Usuhaia 7.669 km y en la tercera escapada con un caballo más robusto a Ecuador y Colombia 15.674 km. Espero que al leerlo viajen conmigo y disfruten de ellos. El primer nombre del libro fue: “El caballo de hierro” según indica la Real Academia de la Lengua, pero mi hermana Clementina del otro lado de charco me propuso: “Aventuras en mi caballo de fierro”, y José Hernández me dio una guiñada, me dijo ponedle así Richi. En Esmeralda donde termina Ecuador mientras esperamos la cena se acerca un hombre y me dice que si podíamos compartir la mesa. ¡Con gusto le respondí! Feliciano es un ingeniero de Quito, iniciamos una rica charla. Le informo que vamos a ingresar a Colombia por San Lorenzo costeando el Pacifico. Se produce un silencio y me informa que no es recomendable hacerlo por allí y que hace décadas está tomado por rebeldes. Que mejor vaya hasta la cordillera Central y entremos por Tumbaviro. Nos da una clase de su vecino de la selva, nos dice que Colombia en la década del ochenta, estuvo dominada por cuatro fuerzas. 2- Las FARC. Revolucionarios de izquierdas con sus propios códigos y lucha contra el estado para tomar el poder. 3- Los Pacos: que son los familiares de las víctimas de Pablo Escobar que, ante la indiferencia del estado que les tiene miedo, los obligaron a buscan justicia por su cuenta. 4- El ejército regular que son las fuerzas armadas de la república como en cualquier estado del mundo. Aún hoy sobreviven algunos grupos. Continuamos la charla y me informa Feliciano que estos grupos suelen pedir “colaboración” para sobrevivir, me indica que doble un billete de dólares en un bolsillo y que haga lo mismo en cada bolsillo, los equipos de motociclista tienen muchos bolsillos y en cada uno un billete doblado de don Washington que espere su turno conforme viene la movida. Siguiendo las instrucciones de Feliciano vamos en la moto hasta Parroquia de Tumbaviro y pasamos por la cordillera central y entramos a Colombia. La selva es tupida, al anochecer llegamos a Tulcan con sus tres casas en medio del tupido bosque, paro y un señor me dice ni se le ocurra seguir por el bosque en la noche. En una rustico hospedaje tenían una habitación con una tasa de inodoro entre las dos camas. Al despertar en la mañana seguimos entre árboles y curvas, en un momento viene un batallón de soldados con ropa que parecen recién salidos de la sastrería, como si fueran de la ONU con cascos y metralletas de última generación, nos levantan el pulgar derecho indicando que viene todo bien y yo respondo con mi pulgar. En aquella selva infinita, del otro lado del continente enero es invierno, llueve 300 días y los otros 60 días está por llover, a los gigantes árboles los atraviesan la fina ruta que parece un hilo, con pequeñas rectas y el puñado de curvas. Cuando salimos de otra curva del bosque viene caminando una tropa de barbudos con ropa destruida, calzados llenos de agujeros, con cadenas que cuelgan y con caños fabricaron armas caseras de groso calibre. El primero de la fila me levanta la mano apara que pare, yo a la 1.200 alemana del centenar de caballo la detengo, memorizo el orden de la ubicación de los billetes americanos en mi equipo. Saco el primero, pero el guerrillero de la FARC está inmutable, por mi mente pasa que quieren otra colaboración, le digo con tan noble causa y así más billetes. El guerrillero me dice que no quieren dinero, pensé dejarle la moto. Se pone a hablar bajito con otro de la misma especie con vestimenta desastrosa que parece ser el jefe. Se da vuelta y con la mano me indica parcamente que siga. Guardo los billetes y salgo con mi BMW hasta colocar la sexta marcha. Yo era defensor de Ingrid Betancur que la tuvieron estos guerrilleros seis años secuestrada en la selva. Veo al regresar a Mendoza que en ese mismo lugar a unos periodistas de Francia los tuvieron secuestrados dos meses hasta liberarlos. Una tropilla de moteros se da fuerza entre ellos, pero en una sola moto y con una mujer atrás no es fácil andar 15.674 km

Aventuras en mi caballo de fierro, Cuentos e Historias

El Petizo Orejudo en su ley – del libro «Aventuras en mi caballo de fierro»

Richi y Eli, en la cabaña guardan las provisiones. Por la tarde, realizan una visita a la Cárcel del Fin del Mundo. Richi conocía de su existencia por sus estudios jurídicos, ahora puede recorrerla en persona. Al entrar, despierta en él un recuerdo de sus días en el archivo del diario Los Andes. En una ocasión, un abogado había solicitado el tomo 126, un volumen antiguo y desgastado por el tiempo, que contenía crónicas sobre Cayetano Santos Godino, el infame “Petiso Orejudo”. Richi recuerda cómo el doctor Roberto, su profesor de Derecho Penal, había estudiado la vida de este personaje. Con sus gruesos lentes de lectura, hojeaba las páginas amarillentas de aquellos diarios centenarios con sus muñones de dedos amputados por habérsele congelado en sus tiempos de andinista. Le relataba a Richi con pasión la vida del Petiso Orejudo. El profesor mencionaba a Lombroso, el criminólogo que postuló teorías sobre las características físicas de los delincuentes: cráneos achatados, dedos largos, baja estatura. Y Cayetano, en su figura y acciones, parecía encarnar estas ideas. El profesor contaba cómo Cayetano, afectado por una niñez carente de amor, reaccionaba con celos violentos cuando veía a madres mostrando afecto a sus hijos. Este dolor se transformaba en actos terribles, como aquel día en que apuñaló a un niño tras irrumpir por la ventana de una casa. Las crónicas del archivo narraban cómo el crimen fue presenciado por el tío del niño, quien lo denunció. El Petiso fue condenado a cadena perpetua por una serie de crímenes horrendos. Como muchos otros reclusos peligrosos de la época y fue enviado a la cárcel de Tierra del Fuego. En las gélidas celdas de la penitenciaría, los presos encontraban consuelo en una pequeña mascota: un gato llamado Palito. Este animal, con su dulce ronroneo, se convirtió en el centro de atención y afecto de los internos. Pero Cayetano, atormentado por sus propios demonios, rompió ese frágil lazo de humanidad al descuartizar al gato con un cuchillo. El acto desató la furia de los prisioneros. Dentro del penal, existía un código inviolable: lo que era de todos debía ser respetado. La muerte de Palito llevó a la formación de un tribunal improvisado. Los presos más dolidos, liderados por el Tuerto Pérez y el Gaviota González, actuaron como jurado. En un juicio breve pero emocional, escucharon los alegatos del fiscal Cholo, quien terminó con lágrimas en los ojos, y del defensor Pelecho, conocido por su historial criminal. La sentencia fue unánime: justicia por mano propia. Cayetano Santos Godino, el Petiso Orejudo, fue linchado por sus compañeros de celda, cumpliendo así su destino en el infierno de la cárcel más austral del mundo. Mientras Natacha, la guía del penal, relata la historia a los visitantes, menciona que los niños fueguinos de su época eran asustados con el mito del Petiso Orejudo. “Si no se portaban bien, Cayetano vendría por ellos”, solían decir los adultos. Los estrechos pasillos y celdas vacías del penal, que alguna vez albergaron a los criminales más peligrosos de la Argentina, conservan un aura de terror. Richi reflexiona sobre cómo este lugar, despoblado hace décadas por sus condiciones inhumanas, fue un verdadero infierno en su apogeo. La historia de Cayetano Santos Godino queda como una lección sombría en la jurisprudencia argentina, un recordatorio de los extremos de la maldad y la violencia en un rincón olvidado del mundo.

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La curva. – del libro «Aventuras en mi caballo de fierro»

Por la Quiaca entran a Bolivia. Pelusa levanta la vara de álamo que hace de tranquera, agacha la cabeza Loquillo y pasa con la moto y quedan oficialmente en las vías bolivianas. Los espera una huella de ripio, con altitud pronunciada y trazado elemental. De vez en cuando, pequeños buses pasan a su lado, levantando nubes de polvo que los cubren por completo. Loquillo mira por el espejo de su caballo con ruedas y ve que otro vehículo se acerca con claras intenciones de pasarlos. Sin ningún tipo de limitación, acelera la moto. La huella se va achicando poco a poco, el terreno empeora, pero logran superar a los colectivos que, entre el polvo, parecen casi invisibles. Una curva cerrada aparece frente a ellos. Loquillo intenta doblar sin reducir la marcha. La moto, sin embargo, da un giro inverso al que él pretende. Los dos salen volando y aterrizan en un montículo de tierra suelta. Sus cuerpos penetran en el bordo y desaparecen por completo del paisaje, como si la tierra los hubiera devorado. La maniobra provoca una gran nube de polvo. Los pasajeros del colectivo que venía detrás se arrojan del bus para auxiliarlos. Entre ellos se escuchan comentarios en aymara, pero los motociclistas no entienden nada. Con la ayuda de los pasajeros, logran levantar la moto, que apenas asoma entre el polvo. Pelusa, indignada, reprocha la maniobra. Ambos se sacuden el polvo y el susto, y continúan por la huella. Pasan por un arroyo seco y, al subir un borde ripioso, encuentran un rancho de adobe junto a un corral de ovejas. Un tendedero, sostenido por un alambre bajo, va desde el esquinero del corral hasta un puntal de la galería del rancho, que armoniza con el techo de paja. Loquillo y Pelusa deben agacharse sobre la moto para pasar por debajo del tendedero, asustando a las gallinas, que salen aleteando, seguidas por unos pavos flacos que hurgan la tierra en busca de insectos para su ración. La marcha continúa. Unas leguas más adelante, un colectivo se detiene en medio del descampado. Los pasajeros bajan corriendo: los hombres, de espaldas, ocultan sus partes pudorosas, mientras las collas, con sus amplios vestidos de colores, improvisan un escusado de campaña.

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