En San Pancho, a una cuadra de la plaza, por una calle de tierra, se encuentra el bar “El Chivato”. En su fachada, un cartel de chapa un tanto oxidado con el nombre de don Regino es visible para todos. El interior del bar muestra un mostrador gastado y mesas de tablas que se mueven. Las sillas se adaptan al desgastado mobiliario. En la pared del fondo, se puede ver una mancha de humedad y botellas abiertas de vino tinto y ginebra verde cuadrada. Más atrás, se encuentran las botellas de licor dulce para el invierno.
El piso de ladrillos está desgastado por los años y don Regino lo barre con una escoba. Utiliza un tarro de agua sacado del aljibe para regar y retocar el piso del salón. El cielorraso está cubierto de lienzo con manchas marrones de filtraciones de lluvia. Tres lámparas incandescentes suaves iluminan el ambiente, con cables resecados que les dan un perfil pálido. Los que pasan por la vereda no distinguen quiénes concurren al bar. Campesinos con sombrero toman unos tragos, llevando espuelas de plata en sus calzados de yute. Llevan el chicote atravesado en la cintura y un pañuelo de cuello cruzado en la espalda. Las charlas sobre vivencias del rancho son inevitables.
En la cintura, se puede ver un facón con mango de plata, mientras que un asistente lleva una manta marrón doblada en el hombro izquierdo. En el árbol que está junto a la puerta hay un caballo atado por horas. Espera a que su dueño termine su última copa. Un grupo de niños en bicicletas entra pedaleando en la curva del bar. Quique no pudo controlar su bicicleta y chocó contra el zaino de Chacho que estaba atado en el olivo. Asustado, el caballo dió un salto y tiró una patada al aire, desaprobando la broma.
